Un mal diagnóstico supone una terapéutica ineficaz. No comprender lo que nos ocurre y lo que vivimos suele conducirnos a errar en lo que decidimos.
Esto se verifica en muchos aspectos de la vida humana. El ámbito de la fe es uno de ellos. Muy frecuentemente se suele oír que hay personas que diagnostican sus propias crisis de fe y las señalan como la causa de un cambio radical en sus vidas. Pero ¿siempre que nos sentimos interpelados, molestos o desanimados, estamos frente a una crisis de fe? ¿Es la Fe el único objeto de nuestras crisis espirituales? Decididamente NO.
Comencemos por diferenciar lo que es la Fe de la experiencia religiosa.
La Fe es el objeto de aquello en lo que creemos. La Fe en la divinidad, en Dios, en la persona de Jesucristo y en su Amor inconmensurable, en el caso de los cristianos, Esa fe se revestirá de distintas maneras y se expresará de formas diversas en cada uno. Llamamos experiencia religiosa a esas formas particulares a través de las cuales expresamos nuestra Fe en el Dios al que amamos y en el que creemos. Asumimos entonces, que Fe y experiencia religiosa no son sinónimos. Son realidades diferentes, aunque no dicotómicas, que se complementan y se nutren una a la otra.
Existen puntos de contacto entre la Fe y la experiencia religiosa. De eso no hay dudas. La Fe en la vida adulta suele lograr cierta estabilidad enraizada en las creencias y convicciones más profundas de la persona. Habiendo pasado muchos años de vida y muchas experiencias vividas que suelen decantar y permitir que la persona consolide un sustrato, una base de creencias que le otorgan sentido y cohesión a la realidad que lo circunda. No necesariamente ocurre lo mismo con la experiencia religiosa. Ella es más cambiante, porque suele estar asociada a formas y estilos más basados en la edad, las necesidades psicológicas y emocionales, y muchos otros aspectos profundos de la personalidad humana. Por caso, se comprenderá que la relación con Cristo de un adolescente o un joven esté caracterizada por rasgos propios de su etapa evolutiva (rostro de amigo, pasión por transformar el mundo, deseo de amor eterno, etc) y que no le atraigan otros aspectos de la persona de Jesucristo. A esto deberíamos sumar otros aspectos como las necesidades individuales de quienes creen (heridas sufridas, complejos de inferioridad, deseos de superación, ansias de libertad y largos etcéteras). En síntesis, la experiencia religiosa es el resultado de una compleja trama de necesidades, deseos, creencias y estilos personales que contienen y expresan la Fe.
Por todo lo dicho, cabe pensar que muchas veces lo que se presenta como una crisis de Fe, puede que no sea tal sino una crisis en las formas de nuestra experiencia religiosa. Es decir, no está puesta en duda, por ejemplo, la fe en la acción salvadora de Cristo y en el amor infinito e incondicional de Dios por la humanidad y el mundo, sino las formas en que solíamos comprender, vivir y expresar esa verdad profunda en nuestras vidas. Esas formas bien pueden plasmarse en los modos de oración, en los sentimientos que nos inspiran estas realidades de fe por ejemplo. Es más, suelo creer que hay muchas menos crisis de Fe de lo que pensamos, y muchísimas más crisis en las formas de las experiencias religiosas de las que aceptamos. Este error diagnóstico suele inducir a planteamientos radicales que las más de las veces no tienen razón de ser o no encuentran punto de apoyo en lo que de verdad estamos viviendo. En la tarea del acompañamiento espiritual es fundamental que el acompañante eche luz sobre esto en el camino del acompañado, para iluminarle y ayudarle a comprender lo que vive y, también para motivarle a encontrar formas nuevas de vivir y expresar su Fe. Esto requiere un discernimiento atento y abierto a la creatividad para que las formas no desvirtúen el núcleo y el contenido de su Fe, pero que tampoco la agonía de algunas formas ya caducas implique una declaración de muerte para una Fe que no está herida en tal forma. Sustituir los modos de oración, conectar con nuevos sentimientos diferentes a los anteriores, contemplar nuevas perspectivas de una realidad y pensar de forma diferente, de ninguna manera connotan una crisis de Fe en la medida en que no esté puesto en duda el objeto de la Fe, sino los medios que solían expresarla.
Los grandes maestros espirituales siempre han hablado sobre esto. Enseñaron acerca de la necesaria audacia espiritual que debíamos tener para adentrarnos en el camino de la espiritualidad sin aferrarnos a lo logrado. Hay mucha más Fe en el mundo de lo que creemos, y muchas experiencias religiosas agonizantes por el cambio de época, las crisis culturales, y los contextos desafiantes del mundo actual.
No hay que temer a los cambios porque, aunque nos desinstalan y generan incertidumbre, son puertas que se abren ante nosotros para explorar caminos siempre nuevos que nos mueven a crecer…
Lamentablemente se ha exagerado cierto dogmatismo, no ya en las verdades de Fe, sino también en las formas de la experiencia religiosa. Lo que pudo empezar siendo un magnífico punto de apoyo como inicio para una vida espiritual prometedora termina siendo, en muchos casos, una sacralización de estilos que coartan la libertad y castigan la percepción y la necesidad del cambio. Esta es la base de tantos ritualismos que perdieron sentido, y que se siguen presentando como medios inmejorables de crecimiento espiritual que otrora lo fueron pero que en el mundo actual perdieron atractivo, vigencia y por lo tanto motivación. En muchos casos hemos hecho una religión de formas y no de experiencias y de encuentros. Por ello, insisto, el problema no es la Fe en sí misma, sino la sobreexaltación de algunas formas como único (o mejor) camino para acceder a ella.