PONENCIA REALIZADA EN EL MARCO DEL XXV CONGRESO ARGENTINO DE LOGOTERAPIA, Octubre de 2018.
Vivimos en un mundo altamente tecnificado. El avance que la tecnología ha supuesto en la vida cotidiana es innegable y por cierto gozamos de sus múltiples beneficios. Denostar los beneficios de la tecnología supondría como apostar a un endiosamiento absurdo de épocas pasadas, como aquel “todo pasado fue mejor”. Estamos a la puerta de una tecnología virtual como el internet de las cosas, cuyo objetivo sería una interconexión en tiempo real de aquellos dispositivos con los cuales interactuamos a diario, todos conectados y en red. Estas nuevas apuestas por una mayor y mejor calidad de vida plantean interrogantes y genera expectativas. La ciencia aplicada está revolucionando nuestra cotidianeidad. No obstante ello, persisten situaciones donde los seres humanos nos vemos interpelados fuertemente por las circunstancias de la vida y en esto cabe recordar las palabras de Karl Jaspers que afirmaba “allí cuando naufraga la existencia humana, la ciencia tiene poco para decirnos sobre cómo vivir o qué hacer”.
Sin embargo y al mismo tiempo, el mundo se ha vuelto un lugar más desigual que antes. Estamos reunidos en Tucumán, una pequeña ciudad al sur de Latinoamérica, continente que es emblemáticamente desigual e inequitativo en términos de acceso a similares condiciones de vida de sus individuos. La pluralidad de las cosmovisiones que conviven en las sociedades actuales hace a veces difícil poder lograr acuerdos mínimos de comunicación y vinculación. La proliferación de subjetivismos suelen producir colisiones que terminan por generar obturaciones comunicacionales o dialógicas de las que es difícil salir para poder avanzar en una convivencia social pacífica, constructiva y optimista.
Que el individuo del siglo XXI haya hecho de la vida humana una tecnologización de lo cotidiano no es algo en sí mismo totalmente novedoso. Quizás sí en su despliegue fenoménico, aunque en su esencia la apelación al mecanicismo asociacionista es ya conocido por nosotros a lo largo de la historia de la psicología y del pensamiento humano. El naturalismo reinante a mediados del siglo XIX, inspiró las ideas freudianas que tanto influyeron en el curso del pensamiento de la época y de su posteridad. Reducir al hombre a un conjunto de padecimientos, o de dinámicas psíquicas producto de fuerzas que se desatan dentro suyo y de las que él no es responsable, es como plantear una caricatura humana, casi como una marioneta cuyos hilos no son manejados desde fuera sino desde dentro por quién sabe qué representantes. La formulación freudiana acerca de que el “yo es un vasallo que sirve a dos señores”, podría suponer la demolición total de la posibilidad de una dimensión humana autónoma consciente, responsable y decisoria. Aunque si nos detuviéramos un segundo a reflexionar acerca de lo que aquel pensador entiende por “yo” podríamos serenarnos porque comprenderíamos que ese “yo” freudiano, poco tiene que ver con el ser existencial de la logoterapia. Este ser-existencial, esta persona humana total, está ubicada en el entrecruzamiento de las dimensiones física, psíquica y espiritual, y todo recorte a cualquiera de ellas, supone una ruptura a la totalidad unitaria inviolable que la caracteriza. Por lo tanto, que para Freud la instancia yoica sea subsidiaria y dependiente de las fuerzas ocultas inconscientes es comprensible desde aquella antropología mecanicista y materialista.
Frankl afirma con fuerza, en su maravillosa obra “la presencia ignorada de Dios” que lo espiritual no solo es una dimensión constitutiva del ser humano, sino que anida en la dimensión inconsciente. Y apela, como en muchas de sus explicaciones, a establecer parámetros comparativos con otros sistemas psicoterapéuticos a fin de fijar su posición y enviar un mensaje. En la obra citada, Frankl aborda el inconsciente psicoanalítico, lo explica y disecciona magistralmente y a la vez aporta una reflexión acerca de qué elementos deficitarios encuentra él en aquel. Pero fundamentalmente explica ontológica y antropológicamente el concepto de inconsciente espiritual, vinculándolo a la persona profunda espiritual. A ella la define como forzosamente inconsciente, y no meramente facultativa, en tanto que lo espiritual reside en ella en forma inconsciente. Es decir, dado que la persona es aquella de la que proceden los actos espirituales, también es el centro espiritual en torno al cual se agrupa todo lo psicofísico. Por lo tanto, solo en la persona espiritual se puede fundar la unidad y la totalidad del ser humano, se la funda en sus 3 niveles: corporal, anímico y espiritual. La espiritualidad, así concebida, dejaría de constituir un núcleo profundo en la persona humana, para pasar a ser un eje en torno del cual se vertebrarían los otros niveles antes mencionados.
Los individuos de ésta época hemos aprendido a vincularnos desde nuestros marcos relacionales y comprensivos, casi exclusivamente racionales, lógicos y especulativos. El reinado del cientificismo positivista, y de sus derivados filosóficos y antropológicos, ha logrado imponer en muchas partes una idea sobre la irrelevante presencia de la espiritualidad para la vida humana, en el peor de los casos, y en algunos otros, se admite la posibilidad de ella pero relegada a lo privado. Se imponen así en la vida social consecuencias lógicas de ésta impronta: una economía deshumanizada, una tecnología autónoma, inteligencias artificiales sustitutivas de la humana, etc. Sin embargo y paralelamente, se evidencian signos claros de una necesidad de espacios de espiritualidad que se plasman en diversas formas: prácticas, rituales, filosofías, psicoterapias, entre otras. Si volvemos al maestro Frankl, este hecho no debería sorprendernos ya que si la espiritualidad reside en el inconsciente humano, es algo a lo que no se puede renunciar.
Si Freud adujo que el síntoma constituía el retorno de lo reprimido en el inconsciente, que este devolvía a la consciencia disfrazado y con mucha mayor fuerza y eficacia energética; podríamos aducir, logoterapéuticamente, que las múltiples formas de malestar que anidan en nuestra cultura actual son síntomas (no ya psicoanalíticos, sino logoterapéuticos) de aspectos de un inconsciente espiritual que se encuentra alienado y subsumido y que pugna por ver la luz para encontrar un cauce de realización. Solo que a diferencia de aquella instancia psicoanalítica, éste concepto frankliano, no posee una vida propia ajena a la persona sino que por el contrario, la representa en sus intereses más genuinos y en su esencia más profunda. El inconsciente espiritual, es aquella dimensión más humana de la existencia del individuo y por tanto no se encuentra dividida de su capacidad de elegir y de decidir. Aunque sí requiere que pueda ser integrada más armónicamente al desarrollo y al servicio de la persona humana total.
Podrá así la sociedad humana actual superar los aislamientos, la pandemia de soledad, y los altos niveles de conflicto social e intervincular, a partir de una más genuina forma de vida, que nacerá de una persona profunda espiritual (en labios de Frankl) que no reniegue de su condición humana, y de los anhelos derivados de su ser espiritual: amar, realizarse, trascender, en libertad y habiendo podido elegir responsablemente lo que desea ser y cómo desea lograrlo. Las decisiones son las que configuran la vida y es allí donde se juegan la libertad y la responsabilidad humanas. Son ellas las que nos definen, y por tanto, ser humanos es ser-espirituales-y-ser-protagonistas decisores de nuestra vida más allá de todo condicionamiento presente. Vivir desde una perspectiva que acoja a la espiritualidad como inherente a la condición humana y genuinamente humanizante, aportará una nueva y diferente forma de alteridad, que no sea autorreferencial ni narcisista sino abierta al encuentro con el misterio del otro. La espiritualidad es apertura, trascendencia, y encuentro. Por lo tanto, quien vive atendiendo a su persona espiritual profunda, no puede menos que revitalizar sus vínculos y aportar una visión esperanzadora para la construcción de una cultura resiliente, y vivida en clave de bienestar.
Gracias.
