EL VALOR DE LA EXPERIENCIA

Cuando el devenir de la vida ha trazado huellas en nosotros, cuando los sucesos dejaron de ser hechos aislados y pasaron a constituirse en una constelación de vivencias con sentido, allí estamos entrando en el terreno de lo experiencial.

A lo largo de la historia de la humanidad de muchas y múltiples maneras se ha herido en nosotros la capacidad de experimentar. Nuestra humanidad tan compleja en su esencia suele tender a disociarse y a vivir fragmentariamente la vida. Hoy la sociedad de la imagen y el impulso al narcisismo. Antes, los diferentes y diversos racionalismos. Hoy como ayer, estas tendencias cercenan nuestra capacidad de experimentar la realidad de una manera unificada y totalizante.

¿De qué hablamos cuando hablamos de experiencia?

El cientificismo del siglo XX nos ha inducido a asociar experiencia con hechos biológicos, ensayos de laboratorio y control de variables. No hablamos de eso.

Es la capacidad humana de vivenciar lo cotidiano de una manera distinta al solo discurrir y transitar automáticamente por la vida. Tiene que ver con el gozo interior, que no siempre es placer. Es cuando podemos hacer el ejercicio de abrir nuestro ser a la sublime experiencia de conectar en lo profundo con aquello que estamos siendo y haciendo. Es poder ver más allá de lo que fácticamente estoy viendo, y poder autopercibir lo que esa visión me produce. Cómo mi cuerpo y todo mi ser se modifican ante ese hecho. Es que cuando yo amo, todo mi ser debería poder experimentar el amor: cada miembro, cada poro, deberían percibir lo que estoy viviendo. Cuando experimento una alegría, es sano que todo mi ser se goce por ello.

Hay muchos ejemplos de esto en la historia de la conciencia humana. Abraham Maslow, considerado el fundador de la psicología humanista, habla de las experiencias-cumbre; las diferentes místicas (religiosas y no religiosas) abordan ése hecho como el núcleo de sus análisis; las practicas espirituales orientales buscan un estado de conciencia/presencia en el aquí y ahora. Y seguramente podrían nombrarse muchas más. Solo bastan estos ejemplos para querer advertir que no estamos frente a algo nuevo. Sin embargo no basta su antecedencia para creer que es un tema acabado y resuelto. Todo lo contrario. La humanidad se encuentra cada vez más en un estado de fragmentación que debilita en nosotros la capacidad de sintetizar, unificar y experimentar lo vivido.

En la perspectiva de ésta reflexión, podría decirse que cada experiencia es potencialmente transformadora y modificadora de nuestra vida de una manera única e irrepetible. En tanto y en cuanto, estemos abiertos a asumirla como un hecho no aislado, sino que pueda ser internalizada, integrada y vivenciada como un punto que nos abre a una nueva comprensión de quiénes somos y para qué vivimos. No es un existencialismo especulativo y teórico sino una conexión profunda con lo que mis sentidos me revelan (lo que veo, lo que toco, lo que escucho, lo que huelo, lo que respiro y lo que toma contacto con mi ser). Esa conexión profunda con lo que siento y vivencio hace que –si estoy en la perspectiva de la experiencia- mi cuerpo perciba y se modifique ante un hecho, por pequeño que sea.

Los seres humanos de ésta época necesitamos recuperar nuestra capacidad de experimentar y no ceder a la tentación de una cultura de la distracción y el escapismo. Vivimos en una cultura altamente adictiva. Nos relacionamos compulsivamente con las personas y las cosas. Las tomamos, las explotamos, las usamos y pasamos página. Esa instrumentalización de la vida nos cierra a toda posibilidad de hacer experiencia.

Capturar una maravillosa selfie jamás será comparable al hecho de haber conectado profundamente con ese lugar o esas personas. ¡Cómo expresar en palabras aquello que es intransferible! La experiencia siempre está en el terreno  de lo inefable, de lo que no se puede nombrar porque el mundo de la palabra no puede abarcarlo. Un bello poema de amor es una magnífica expresión de una experiencia hondamente humana, pero sin embargo jamás podrá reemplazar al amor mismo que late entre dos seres.

Hay una tendencia global que nos incita a conocer y viajar mucho, como expresiones de una vida supuestamente rica en variedad de experiencias y presumiblemente sabias. Las redes sociales hoy están llenas de fotos de personas en lugares exóticos o realizando actividades atípicas, que pretenden de algún modo evidenciar un estilo de vida diferente. Hay una búsqueda por la popularidad, por capturar la atención de los conocidos y también de los desconocidos, a partir de imágenes originales. Una especie de esnobismo de época. El problema de las fotos o la pasión por capturar momentos y reflejarlos en las redes sociales, no es eso en sí mismo. El problema es cuando nos perdemos de experimentar el aquí y ahora que está sucediendo. Una selfie en la garganta del diablo en las cataratas del Iguazú o frente al glaciar Perito Moreno, son una postal magnífica de lugares emblemáticos pero no podrán mostrar nunca la experiencia estremecedora que significa estar frente a ellos. De esto solemos perdernos las personas de ésta época, así como otros se extraviaban hiper reflexionando y racionalizando todo, en otros momentos de la historia  humana.

Desde mi mirada, hacer experiencia es quizás mejor el camino para lograr una vida más armónica y unificada interiormente. El terreno de la experiencia es el espacio donde confluyen los hechos, las vivencias, los sentimientos, los deseos y nuestras dimensiones más primarias como seres humanos, nuestro cuerpo, nuestra misma alma… Solo allí podemos tocar la realidad con nuestra alma. Por tanto, no importa cuántas vivencias tengamos, porque si no hicimos experiencia de ellos, no habremos podido atesorar lo más preciado que pudieron habernos aportado. ¡A hacer experiencia y a vivir intensamente lo que podamos, poco o mucho! Esta es la invitación y la meta: ser ricos en experiencias aunque estemos escasos de hitos. Finalmente este es el camino de la sabiduría.

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