Se ha dicho hasta el cansancio que vivimos en la era de la imagen. Una época caracterizada por la importancia que le otorgamos a lo que se ve. El desarrollo del marketing nos ha venido a enseñar que al momento de vender algo, justamente lo menos relevante es el producto en sí. En definitiva, dicen, no compramos un producto sino el concepto que construimos en torno a él, que se gesta en nuestras propias percepciones. Por lo tanto una buena estrategia comercial pasa por saber suscitar en el consumidor-interesado una percepción que se adecúe a él, aún cuando no forme parte de su repertorio de necesidades.
Hasta aquí todo lo dicho sobre comercialización de productos, bienes y servicios.
Pero ¿qué ocurre cuando nuestras relaciones se basan más en el packaging (envase) que en el contenido?
Esta pregunta retórica refleja, más que una posibilidad, un hecho por demás común en el mundo actual. Los vínculos habitualmente se establecen desde la atracción que genera el «envase» del otro. Esto es muy comprensible en un primera etapa, porque las primeras atracciones se basan más en aspectos estéticos que en otros que aún se desconocen. Sin embargo, hay personas que no lograrán relacionarse desde otro lugar que no sea desde el amor por la imagen (por la propia y por la del otro). Este tipo de relaciones suelen ser intensas, adrenalínicas. A veces sostenidas en la idealización del otro como deseo de lo que no se puede tener/ser o incluso a través de una rivalidad implícita por la colisión de tanto «glamour». En éste sentido, el mundo virtual es una gran centro de compras donde uno puede observar fachadas de belleza, éxito, juventud, que no son más que buenas fotos, previamente photoshopeadas, que quizás no condigan mucho con la realidad. Una buena foto no es necesariamente una excelente historia.
El énfasis excesivo en la imagen puede resultar proporcional a la dificultad para construir vincularidades más saludables. No hay posibilidad de ello si no se promueven relaciones más empáticas, con capacidad de los individuos de postergarse a sí mismos en algunas ocasiones si hiciera falta, capacidad para erotizar lo cotidiano en su estado actual «sin producción estética». Se requieren personas que abran sus pequeños mundos para que otro pueda entrar y a su vez, capacidad de penetrar discreta pero amorosamente en el mundo del otro. Si no hay dos mundos que se abren, se interpenetran, se donan, uno a otro pero pudiendo conservar una parte de sí como ámbito íntimo, no será posible establecer relaciones saludables, duraderas, complementarias. Por el contrario, se corre serio riesgo de establecer relaciones competitivas, asimétricas, de dominación/sometimiento, donde reine una atmósfera escasa de libertad y de aceptación. En fin, relaciones con fechas de vencimiento próximo.
Así como no hay personas perfectas, tampoco existen relaciones a priori sanas y maduras. Las funcionalidades vinculares pueden construirse. Para ello se necesitan individuos con conciencia de sus propias limitaciones, con apertura, y disposición a construir conjuntamente con el otro un espacio compartido, compromiso existencial con la vida de la relación, capacidad de libidinizar no solo el producto final (envase y contenido) sino todo el proceso y el «mientras tanto» de una relación.
Estas líneas no pretenden ser una denostación de la belleza y del cuidado de la estética. De hecho, éstas pueden reflejar una forma de cuidado del propio ser (cuerpo y afectividad) que resulta sano y hasta necesario. Sin embargo, esto no es, y no debería ser, todo en una relación. Porque sólo desde allí no podría sostenerse.
Este es el desafío. Parece mucho para quienes somos hijos de esta «era del envase», pero es posible…Tenemos que poder amar la totalidad del otro (envase, contenido) y también amar la relación que es el espacio común que ambos pudimos construir. Es decir, no solo amar al otro sino lo que el otro es en mi mundo, y lo que yo soy en su mundo.